Suehiro Maruo



Fecha nacimiento: 01-28-1956

En la segunda mitad del siglo XIX, a la par de los diarios comunes, en Japón eran muy populares las nishiki-e: hojas volantes de contenido sensacionalista que se vendían semanalmente, con ilustraciones en xilografía y textos que las familias se leían para disfrutar con el que Poe llamaba el “estremecimiento voluptuoso”. En 1866, Ochiai Yoshiiku y Tsukioka Yoshitoshi, dos de los dibujantes más populares de nishiki-e, decidieron unirse para publicar un álbum de 28 ilustraciones, aún más brutales y atrevidas que de costumbre, al que titularon Eimei Nijuhasshuku (28 poemas plebeyos sobre figuras gloriosas).

El escándalo, la indignación de las buenas conciencias y el horror deliberado y provocador de las imágenes fueron causa de que se les diera un nombre propio, y de este modo quedaron como fundadoras de un nuevo subgénero: muzan-e, la estampa de atrocidades.

Ésta se invoca, con frecuencia alarmante (y casi siempre sin explicaciones ni ejemplos), en notas y reseñas publicadas por todo el mundo sobre Suehiro Maruo (1956), uno de los mejores historietistas del Japón actual, lo que podría parecer una de tantas simplificaciones hechas en occidente. Maruo, aunque se inició en una revista de cómic sadomasoquista y siempre ha sido un dibujante explícito, incómodo, pasó pronto a ser un artista de culto en el sentido más esnob del término y a difundir su trabajo en compilaciones o álbumes de dibujos sueltos con escasa tirada: todo lo contrario de sus precursores. Sin embargo, uno y otros comparten el interés por la violencia explícita, y junto con algunos artistas más –el ejemplo más notable es el de Kazuichi Hanawa, dibujante provocador y morboso con el que Maruo trabajó, precisamente, en nuevas versiones de imágenes clásicas de muzan-e– ofrecen a los lectores no especializados, que somos casi todos, una versión del arte de su país muy diferente de lo que acostumbramos llamar manga y que, asimilado a la cultura global –“ojos grandes y muchas rayas para indicar velocidad” es una fórmula reconocible por todos–, ha perdido casi por entero su capacidad crítica y su intención original de lidiar con las oscuridades de su cultura madre y de la nuestra.

Este otro Japón dibujado tiene, quiero decir, numerosas conexiones con Occidente, pero menos con la ciencia ficción que con Balthus y Nabokov, a quienes Maruo cita explícitamente: menos con Osamu Tezuka y su Astroboy que con Nagisa Oshima y El imperio de los sentidos. Y lo que incomoda a muchos es precisamente lo diferente de Maruo, quien previsiblemente no se contiene al dibujar coitos (“normales” y parafílicos), mutilaciones, asesinatos, violaciones, canibalismo y más que aparece con frecuencia en sus historias, pero en quien (sobre todo) puede verse aún la preocupación por el devenir de su país luego del trauma de la posguerra y la ligazón, rara vez fácil de comprender, que Oriente y Occidente han establecido entre sí, y que no se reduce a un intercambio de tecnologías y de iconos. Las visiones de Maruo, espantosas, totalmente personales, permiten atisbar una imagen de la existencia en la que la carne sólo puede ofrecer mal y dolor, pero no a causa de una perversidad intrínseca sino por una influencia siempre exterior, siempre antigua, que a veces se manifiesta en el otro, el ajeno, el incomprendido, y otras en las figuras de autoridad, desde padres hasta gobernantes. La propensión a caer es connatural a la especie, pero no caemos (parece decir Maruo) todos juntos ni a la misma velocidad: la tragedia proviene siempre de lo desigual.

El mejor ejemplo de esto es Midori, la niña de las camelias (1984), una historia de trama simplísima pero alusiones numerosas y espesas. Midori, una niña pobre, es vendida a un circo de fenómenos y explotada, de todas las formas concebibles, por los miembros de la caravana; sólo Masamitsu, un enano cuyo acto consiste en introducirse en una botella pequeñísima –o en hipnotizar a la multitud para hacerla “ver” esta hazaña imposible– parece interesado en salvarla, pero al final, por si no bastaran el azar y el infortunio, llega la caída ¿aparente? de todo el universo alrededor de Midori, quien queda sola, sollozante, en una doble página en blanco.

La niña, por supuesto, es una amalgama de Lolita, del arquetipo gastado de la escolar japonesa y de una o dos heroínas del Marqués de Sade; pero como la lógica de su padecer es la de una pesadilla –que constantemente se llena y se vacía de detalles y en la que todas las formas de violencia convergen en composiciones arduas y pastiches deslumbrantes–, el lector no tiene tiempo de fijarse en su irrealidad de personaje intertextual y, en cambio, puede sufrir con cada estación de su martirio, por absurda que parezca. Maruo es consciente de esta facultad de sus imágenes y sus textos: una de las escenas más espantosas, en la que Midori sufre torceduras y luxaciones en todos sus miembros, está representada en el estilo más habitual y “amable” del manga a la manera de Kimba el León blanco o La princesa caballero…

Poco a poco, años o décadas después de su aparición original, las historias de Maruo –en compilaciones como El monstruo de color de rosa, Lunatic Lover’s y La sonrisa del vampiro, todas publicadas por una filial española de la editora francesa Glénat– han comenzado a llegar a los lectores de habla castellana. Un nuevo título: Gichi Gichi Kid, apareció en 2005.

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